- 8 septiembre 2022
El misterio de la Trinidad
- Por Scott R. Swain
La doctrina de la Trinidad es la verdad más sublime de la fe cristiana y su supremo tesoro. La enseñanza cristiana acerca de un solo Dios en tres personas fluye de la revelación del nombre exaltado y santo del Señor Dios Todopoderoso: “el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19). Este nombre glorioso identifica al Dios vivo y verdadero, además, ya que este es el nombre en el que somos bautizados, constituye nuestro único consuelo en la vida y en la muerte. La doctrina de la Trinidad no sólo identifica a Dios, también ilumina todas las obras de Dios, permitiéndonos percibir con mayor claridad las maravillas del propósito del Padre en la creación, de la encarnación de Cristo y de la morada del Espíritu. Todas las cosas vienen de la Trinidad, por medio de la Trinidad y para la Trinidad. Y así, contempladas a la luz sublime de la Trinidad, vemos todas las cosas con una nueva luz.
Sublime y suprema, la doctrina de la Trinidad también es singular y autointerpretable. La doctrina es singular en tanto que la verdad acerca de Dios como Trinidad no se puede categorizar o explicarse por medio de comparaciones con otras “trinidades” en la creación (por ejemplo, la triple forma de hielo, agua y vapor). El Señor pregunta en Isaías 40:18: “¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?” Y la respuesta esperada es “con nada”. El Dios trino es y actúa en una categoría exclusiva. Por esta razón, la Trinidad es autointerpretable, un misterio que la fe sólo llega a comprender en la medida en que el Dios trino es quien interpreta Su identidad y Su acción en la Sagrada Escritura. “Ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo”, son las palabras de Jesús en Mateo 11:27, “y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”. Por supuesto, la buena noticia es que el Dios trino se interpreta a sí mismo, presentando a la teología cristiana la tarea deleitable y exigente de dar testimonio de la realidad suprema y singular que es el Señor nuestro Dios, la realidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El propósito del presente artículo es ofrecer una breve visión general de la doctrina de la Trinidad, siguiendo la enseñanza del Señor en Mateo 11:25-27 como nuestra principal guía, pero también atendiendo a las formas en que esta enseñanza resuena en toda la Biblia y se resume en los credos y confesiones de la Iglesia. En la doctrina de la Trinidad, como en todas las otras doctrinas, el Señor Jesucristo es nuestro único maestro (Mt. 23:8). Solo Él conoce al Padre (de nueva cuenta, Mt. 11:27) y Él, con el Padre, nos da el Espíritu para que conozcamos lo que Dios nos ha dado gratuitamente (1 Co. 2:11-12, LBLA). Por lo tanto, si vamos a aprender acerca de la Trinidad, debemos aprender por medio de Jesús (Mt. 11:29). Debemos dirigir nuestra atención al lugar en el que Él habla, la Santa Escritura, y debemos someter nuestras mentes a la forma obediente de pensamiento que Él requiere. Sólo así conoceremos la doctrina de la Trinidad como debemos de conocerla. Sólo así compartiremos la mente de Cristo.
Aprendiendo la Trinidad por medio de Jesús: Mateo 11:25-27
“En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”. La revelación de la Trinidad en Mateo 11:25-27 hizo que Jesús se regocijara. Esta revelación no es un rompecabezas que debamos resolver ni un enigma ideado para confundirnos. Es una fuente de gozo: primero en Jesús, luego en aquellos que llegan a conocer esta revelación por medio de Jesús. El misterio de la Trinidad, revelado por la voluntad soberana del Padre — “porque así te agradó” (11:26), y a un público insólito — “a los niños” (11:25), da a conocer la vida suprema de la comunicación y la comunión que es la vida de Dios como Padre, Hijo y Espíritu. La enseñanza oficial de la Iglesia dice que el Padre, el Hijo y el Espíritu son “consustanciales” en una sola vida divina, una sola acción divina, un solo derecho divino de nuestra fe y adoración.
La enseñanza de Jesús acerca de la Trinidad comienza con la enseñanza sobre el Padre. Nótese la doble descripción de Dios que Jesús proclama: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”. La primera descripción, “Padre”, retoma la caracterización que hace el Antiguo Testamento de Dios como padre de Adán (Gn. 5:1-3; Lc. 3:38), de Israel (Éx. 4:22; Dt. 32:6) y del rey davídico (2 S. 7:14), y le da un significado nuevo y único al aplicarlo a la relación de Dios con Jesús (volveremos a este sentido nuevo y único de la paternidad de Dios en un momento). La segunda descripción, “Señor del cielo y de la tierra”, indica la soberanía suprema del Padre. Dios es el Padre que reina “en los cielos” (Mt. 6:9), para quien “todo es posible” (Mt. 19:26), de quien fluye toda bendición en la naturaleza y en la gracia (Mt. 6:25-34), y a quien pertenece el dominio y la gloria eternos (Mt. 6:13).
La enseñanza de Jesús acerca de la Trinidad comienza con la enseñanza sobre el Padre, pero continúa con la enseñanza sobre la identidad de Jesús como Hijo. Aquí tenemos una doble descripción del Hijo que es paralela a la doble descripción del Padre. En primer lugar, Jesús ha recibido del Padre “todas las cosas”. Esta descripción indica que, junto con el Padre, el Hijo comparte la soberanía divina y suprema. Jesús tiene una autoridad soberana en la tierra para perdonar pecados (Mt. 9:6), una autoridad que le pertenece solamente a Dios (Mt. 9:3; Mr. 2:7). Jesús ejerce una autoridad soberana sobre el viento y las olas (Mr. 4:35-41), una autoridad que le pertenece solamente a Dios (Sal. 107:23-32). Jesús ejerce “toda autoridad…en el cielo y en la tierra” (Mt. 28:18, LBLA)—de nueva cuenta, una autoridad que le pertenece solamente a Dios (Sal. 135:6). En segundo lugar, Jesús tiene una relación única con el Padre, la relación de “el Hijo” (Mt. 11:27). Jesús no es sólo un hijo de Dios entre muchos, ni siquiera en el sentido davídico de ser el rey mesiánico establecido por Dios para reinar en la tierra como Dios reina en el cielo (veáse Mt. 22:41-46). Él es el Hijo de Dios en sentido propio y pleno (Juan 5:18), un sentido que lo distingue de todos los demás hijos de Dios, los cuales son criaturas. Es el Hijo señorial de Dios, que ha recibido todas las cosas del Padre (Mt. 11:27), que con el Padre reina en el trono soberano de Dios (otra vez, Mt 22:41-46), y que con el Padre nos revela el misterio de la Trinidad (Mt 11:25, 27). Jesús es el Hijo divino de Dios.
Propiedades comunes y propiedades personales
La doble descripción de las personas expuesta en Mateo 11:25-27, y también en muchos otros textos bíblicos, constituye la base bíblica fundamental de la doctrina de la Trinidad. La Biblia identifica a las personas con características que cada una tiene en común con las otras personas (“propiedades comunes”) y también con características que cada persona tiene en distinción de las otras personas (“propiedades personales”).
Con respecto al primer tipo de descripción, la Biblia identifica a cada persona como el único Dios vivo y verdadero. Las tres personas comparten un único “nombre” divino (Mt. 28:19): el Padre es el único Señor Dios (p. ej., Mt. 11:25); el Hijo es el único Señor Dios (p. ej., Jn. 20:28; 1 Co. 8:6); y el Espíritu es el único Señor Dios (p. ej., Hch. 5:3-4; 2 Co. 3:17-18). Además, la Biblia identifica a cada persona como un agente de los actos singularmente divinos de la creación, la providencia, la redención, etc. (Gn. 1:1-2; Sal. 33:6; Jn. 1:1-3; Gá. 4:4-6; etc.). Estas “propiedades comunes” revelan que la multiplicidad de las personas en la Trinidad no equivale a la multiplicidad de dioses (véase Ef. 4:4-6). La doctrina de la Trinidad es un tipo de monoteísmo (compárese Dt. 6:4 con 1 Co. 8:6). Las tres personas distintas son en común, y completamente en sí mismas, un solo Señor y Dios supremo. Una vez más, tomando prestada la terminología del Credo, el Hijo y el Espíritu son “consustanciales” con el Padre.
Con respecto al segundo tipo de descripción, la Biblia indica que cada persona es realmente distinta de las demás. ¿Cuál es la naturaleza de esta verdadera distinción? La distinción no implica la deidad de las personas—los tres son un solo Señor Dios. Tampoco implica una distinción en Su poder, sabiduría o voluntad—en Dios todas estas cosas son “uno” (Dt. 6:4). La naturaleza de la verdadera distinción entre las personas se revela en Sus nombres personales y propios: “Padre”, “Hijo”, y “Espíritu Santo”. Como lo indican estos nombres, las personas se distinguen por Sus relaciones: El Padre es Padre del Hijo (la “paternidad” es entonces su “propiedad personal” única); el Hijo es Hijo del Padre (la “filiación” es entonces su propiedad personal única); el Espíritu es el Espíritu del Padre y del Hijo (la “espiración” es entonces su propiedad personal única). Estas propiedades personales no son intercambiables. El Padre no es el Hijo. El Hijo no es el Padre. Y el Espíritu no es el Padre ni el Hijo.
Generación Eterna
¿Qué más se puede decir de estas propiedades personales? Una vez más, atendiendo a los nombres personales mismos, la Iglesia ha reconocido que estos nombres indican relaciones comunicativas. Es decir, los nombres personales reflejan las formas distintivas en que las personas comparten o comunican (es decir, “hacen común”) la única esencia divina que tienen en común. El Padre es Padre porque comunica eternamente la única esencia divina al Hijo mediante la generación eterna: “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre” (Mt. 11:27). “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (Jn. 5:26). Así como Adán engendró a Set a su semejanza, comunicándole la naturaleza humana (Gn. 5:3), el Padre ha engendrado eternamente al Hijo, comunicándole eternamente la naturaleza divina.
Ciertamente, la relación entre Adán y Set no es más que una analogía creatural de la relación entre el Padre y el Hijo. Por consiguiente, no debemos medir esta última relación divina con el criterio de la relación creatural anterior. Adán engendró a Set dentro del tiempo y al hacerlo se convirtió en un padre. Sin embargo, el Padre ha engendrado eternamente al Hijo y así siempre ha sido un Padre. Además, cuando Adán engendró a Set, comunicándole la naturaleza humana, esa naturaleza se dividió en dos seres humanos. No obstante, el Padre, al engendrar eternamente al Hijo, y al comunicarle la naturaleza divina, la naturaleza no se divide en dos seres divinos. El Padre comunica eternamente la esencia divina, simple e indivisa al Hijo, constituyéndole una segunda persona divina pero no un segundo Dios.
El Hijo, en consecuencia, es Hijo en tanto que recibe eternamente la única esencia divina del Padre en la generación eterna. Él es el resplandor de la gloria del Padre y la imagen misma de Su persona (Heb. 1:3). En los términos del Credo Niceno, el Hijo es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. Como lo sugiere la discusión anterior, el punto de la generación eterna no es que el Hijo sea una deidad derivada. La cuestión es sólo que su forma distintiva de ser el único Dios es como el verdadero Hijo del Padre: la descendencia eterna del Padre, Dios con su Padre en todos los sentidos.
Sin duda, la generación eterna no es algo que nuestra mente pueda comprender, ya que nuestro pensamiento está muy condicionado por las categorías de tiempo y finitud. Según Martín Lutero, la doctrina de la generación eterna “no es comprensible ni siquiera para los ángeles”, y “aquellos que han intentado comprenderla se han quebrado el cuello con ella”. Sin embargo, insiste, es una doctrina “que se nos da en el Evangelio” y que se vislumbra “por la fe”. La doctrina de la generación eterna es, además, una hermosa enseñanza, porque indica el tipo de perfección que caracteriza al Padre como una perfección eternamente radiante y comunicativa, e indica el tipo de perfección que caracteriza al Hijo: cuando vemos al Hijo, vemos la deidad brillando en su plena luz y resplandor, suprema sobre todas las luces de las criaturas.
Espiración eterna
¿Y qué podemos decir del Espíritu? El Espíritu es el Espíritu del Padre (Mt. 10:20) y del Hijo (Gá. 4:6). El Espíritu es Espíritu en tanto que Él recibe eternamente la única esencia divina del Padre y del Hijo por “espiración” o por ser “espirado”. En términos agustinianos clásicos, el Espíritu procede del Padre y del Hijo como una sola fuente de espiración. La “relación comunicativa” del Espíritu es aún más difícil de describir que la del Hijo. Pero esta dificultad no debe desanimarnos, pues en realidad la dificultad para percibir su modo de procesión es un elemento del modo en que se revela: el Espíritu, de forma soberana, “sopla de donde quiere” (Jn. 3:8), dirigiéndonos de forma característica desde Él mismo a la persona del Hijo (véase Jn. 16:13-15). Cuando se trata de la luz divina que es el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, no miramos normalmente a esa luz, sino que a través de ella miramos la gloria de Dios que brilla en el rostro de Jesucristo (véase 2 Co. 3:18; 4:4, 6; 1 Co. 2:9-16; Ef. 1:17-18). En Su luz vemos la luz (Sal. 36:9).
Vale la pena señalar un punto más sobre las propiedades personales. Las propiedades personales del Padre, el Hijo y el Espíritu no sólo nos enseñan los modos distintivos en que las personas son Dios, sino también los modos distintivos en que las personas actúan como Dios. Aunque las tres personas cooperan en todas las acciones divinas porque son un solo Señor Dios, su acción divina unificada muestra, sin embargo, un orden que corresponde a sus propiedades personales distintivas. Como el Padre es la primera persona de la Trinidad, no engendrada ni espirada, Él inicia toda la acción divina. De Él “proceden todas las cosas” (1 Co. 8:6). Como el Hijo es la segunda persona de la Trinidad, eternamente engendrado por el Padre, actúa desde el Padre. Todas las cosas son “por medio” de Él (1 Co. 8:6). Como el Espíritu es la tercera persona de la Trinidad, eternamente espirado por el Padre y el Hijo, actúa desde el Padre y el Hijo: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber”(Jn. 16:13-15). Todas las cosas se consuman “en Él”.
Herejías trinitarias
A la luz de la doble descripción bíblica de las personas divinas, y de la doctrina de la Trinidad que surge de ella, podemos identificar mejor la raíz de varios errores trinitarios que han plagado la Iglesia a lo largo de la historia. El error del “sabelianismo” o “modalismo” reconoce correctamente las propiedades comunes de las personas—las propiedades que identifican a las personas como un solo Dios, pero no reconoce las propiedades personales—las propiedades que distinguen a las personas entre sí. El error del “arrianismo” o “subordinacionismo” comete el fallo opuesto, reconociendo correctamente las propiedades personales que distinguen a las personas entre sí, pero sin reconocer las propiedades comunes que identifican a cada persona como el único Señor Dios. Este error no sólo se da entre los que niegan la plena deidad del Hijo y del Espíritu.
También se da entre los que no aprecian que las propiedades comunes no sólo identifican a las personas como igualmente divinas, sino también como idénticamente divinas, como un solo Señor Dios. Este es el error del triteísmo, un error que muchos “trinitarios sociales” contemporáneos están, de manera peligrosa, cerca de cometer.
No podemos extendernos en la reflexión sobre estos errores. Sin embargo, es instructivo observar su raíz común: cada uno de estos errores trinitarios surge, en cierta medida, de la falta de consideración de lo que enseña todo el consejo de Dios respecto a las personas de la Trinidad. Es decir, cada uno de estos errores trinitarios surge de una lectura parcial y selectiva de las Escrituras. Por supuesto, estos errores exhiben también otros errores metodológicos, por ejemplo, el intento de medir el ser ilimitado de la Trinidad por el estándar limitado del ser de las criaturas. Sin embargo, lo que constituye la raíz de sus idolatrías es el fracaso de considerar todos los maravillosos nombres de Dios, tanto personales como comunes.
Recibido por fe, adorado con amor
Cuando se trata del misterio de la Trinidad, dice Francis Turretin, estamos tratando con un tema “que ni la razón puede comprender, ni el ejemplo comprobar”, pero que “solo la autoridad de la revelación divina propone para que lo recibamos por la fe y lo adoremos con amor”. Esta es la meta de la doctrina trinitaria: que nos regocijemos en el Padre, el Señor del cielo y de la tierra (Mt. 11:25); que nos regocijemos en el Hijo, a quien el Padre ha dado “todas las cosas” (Mt. 11:27) y a través del cual el Padre nos ha concedido toda bendición espiritual (Ro. 8:32; Ef. 1:3); y para que nos regocijemos en el Espíritu (Lc. 10:21), que llena nuestros corazones con la plenitud de amor que caracteriza la vida eterna y sublime de Dios como Padre, Hijo y Espíritu.
Traducido por Hiram Novelo.
Artículo publicado originalmente en inglés en Credo Magazine (Vol. 3, No. 2, 2013) y traducido por el ministerio de Sacra Teología con permiso.