¿Por qué el Credo Niceno? Cómo surgió el credo de Nicea y por qué es importante


La Iglesia a menudo tiende a ser débil y a escuchar el llamado seductor de la cultura. Por esa razón, necesitamos ayuda para centrar nuestros corazones en la voz de Dios. En ese sentido, Dios nos ayuda a través de medios, entre los cuales están incluidos los credos. Los credos son un regalo de Dios para la Iglesia— son el fruto de escuchar atentamente la Palabra de Dios, y utilizan la repetición litúrgica para llevarnos a experiencias más profundas en la escucha de lo que Dios dice realmente a la Iglesia. El mundo utiliza muchos poderes para captar nuestra atención, incluido el poder de la compulsión. Pero los credos tienen “la autoridad del heraldo, no la del magistrado”. [1]

Entre mayo y julio del 325 d.C. se celebró en Nicea el primer Concilio General de la Iglesia. Se había considerado otra sede—el emperador romano estableció la ubicación de la actual Turquía como el lugar más conveniente para que los obispos viajaran de todas partes del Imperio Romano. Existen variaciones en los registros del número de obispos que asistieron—Eusebio sugiere que eran más de 250, mientras que Atanasio estima que eran alrededor de 300. La importancia del Concilio radica tanto en la naturaleza de sus deliberaciones como en sus resoluciones. El Credo fue acordado por un Concilio; en el que tanto la declaración como el proceso tienen relevancia.

Los Personajes

El Concilio fue presidido por Constantino, el emperador de Roma. Esto le aportó un sentido de pompa y el innegable beneficio de la “exención de impuestos”[2] a la reunión. Después de haber tratado de alcanzar cierta medida de unidad en la Iglesia de Occidente a causa del cisma donatista, Constantino ahora, con respecto a las enseñanzas de Arrio, deseaba fomentar la unidad de una manera más amplia.

Constantino envió a su máximo especialista en asuntos eclesiásticos, el obispo Osio de Córdoba, para hacer una valoración de la naturaleza de la disputa teológica. Como todo buen político, Constantino reconocía que no podía ser experto en todos los asuntos, por lo que recurría a expertos competentes. Osio de Córdoba fue capaz de explicar que la Iglesia estaba dividida por discusiones acerca de la forma precisa en la que Dios el Hijo se distingue de Dios el Padre. Los obispos egipcios excomulgaban a los obispos palestinos y las turbas de los feligreses de Bitinia amenazaban la paz de la región de Galacia. Así pues, con la intención de traer paz a su imperio, Constantino convocó un Concilio. 

Antes de que el emperador llegara para inaugurar formalmente los debates, los obispos se reunieron durante unos días para dialogar. Al final de los debates, Constantino ofreció un banquete y abundantes regalos para los obispos. Sin duda, las preocupaciones de Constantino eran muy diferentes a las de los obispos que estaban en ambos lados del debate teológico. Es difícil afirmar en dónde terminaban las preocupaciones políticas de Constantino y en dónde comenzaban sus convicciones teológicas. Muchos obispos llevaban las horribles cicatrices de la tortura recibida en la Gran Persecución anterior. Las opiniones de estos “confesores” eran muy valoradas. Los obispos que habían sido torturados bajo la autoridad de un emperador, ahora eran aplaudidos por otro, mientras debatían puntos finos de la teología trinitaria. Ahí vemos una demostración de las ironías de la providencia de Dios y de los triunfos sufrientes de Su Iglesia.

Arrio era un predicador célebre y de gran carisma. Él quería comunicar su forma de entender el cristianismo a través de canciones populares. Rowan Williams señaló que el objetivo de Arrio era “desarrollar una catequesis que estuviera basada en la Biblia y que fuera racionalmente consistente”.[3] La gente cantaba su teología en los mesones y en los lugares de trabajo. El problema era que los ministros y obispos de la iglesia estaban divididos con respecto a la fidelidad de la doctrina arriana. Arrio trataba de provocar simpatía, diciendo: “Somos perseguidos por afirmar que ‘El Hijo tiene un principio’”. [4] Incluso citaba la Escritura para defender su postura. “Ciertamente el Hijo vino ‘de Él’ (Rom. 11:36) y el Hijo afirmó: ‘Salí del Padre’ (Jn. 16:28)”.[5]

Entre los partidarios de la perspectiva de Arrio se encontraban Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea. El primero emitió uno de sus principales discursos en Nicea—proponiendo una declaración de fe arriana. Pero fue rechazado. El segundo se volvió famoso por sus tan valorados escritos acerca de la historia de la Iglesia. Él fue un obispo muy amado. Se dice que “tenía una falta de claridad en la doctrina, pero se caracterizaba por ser un pacificador”.[6] Él pensaba que el Credo Niceno daba lugar al sabelianismo, y aunque firmó el Credo siguiendo las órdenes de Constantino, nunca utilizó el lenguaje de éste en ninguno de sus escritos posteriores. Le dolía que muchos lo consideraran como un hereje, porque ya había sido censurado en el anterior Concilio de Antioquía, el cual tuvo un alcance más local. Así que Eusebio de Cesarea compartió su propia declaración de fe, con el objetivo de unir a las partes en conflicto. Pero también fue rechazado.

Otro hombre que presenció este momento crucial de la historia de la Iglesia fue Atanasio—que en ese tiempo era el joven asistente del obispo de Alejandría. Veinticinco años después, Atanasio seguía defendiendo y desarrollando el Credo de Nicea. Señaló con pesar que los debates de los concejales eran “tortuosos y agotadores”.[7]

Cuando el Concilio de Nicea terminó, sólo Arrio y dos obispos (Secundus de Ptolemaida y Theonas de Marmarcia) se rehusaron a firmar el Credo resultante. Por lo que fueron excomulgados y desterrados a la provincia de Ilírico. Mientras los soldados los transportaban a su nueva residencia, la mayoría de los obispos se deleitaron con el banquete ofrecido por Constantino, y recogieron los generosos regalos que les dio a quienes defendían la unidad de la Iglesia. La excomunión de los que disienten del Credo nos muestra la seriedad con la que la Iglesia debería tomar los pecados intelectuales.

A los pocos meses, algunos firmantes, como Eusebio de Nicomedia, fueron destinados a unirse a los exiliados arrianos. Vergonzosamente, el obispo Teognis de Nicea pertenecía al grupo de los que, en virtud del Credo concertado en su propia ciudad, fueron declarados herejes. Fue exiliado tras la culminación del concilio, pero volvió a ocupar su cargo tres años después, cuando resurgieron las fuerzas locales arrianas. Así pues, el significado y la importancia del Credo de Nicea continuó siendo debatido durante el resto del siglo IV, hasta que con el tiempo se asentó en los corazones y las mentes de los teólogos ortodoxos como una de las concepciones fundamentales de la fe.

El Concilio

La Biblia muestra que la iglesia primitiva recurrió a un concilio para resolver un desacuerdo eclesiástico (Hechos 15:6). Turretin señaló: “Los apóstoles eran infalibles y por ello podían resolver esta controversia.  Querían prescribir con su ejemplo, bajo la guía del Espíritu Santo, el orden que debía prevalecer perpetuamente en la Iglesia”.[8] La celebración del Concilio de Nicea en el año 325 no fue la primera vez que la Iglesia primitiva siguió el ejemplo de los apóstoles organizando un concilio. Sin embargo, los concilios que se celebraron antes de Nicea fueron más locales. Sólo una parte de los obispos invitados asistió realmente a Nicea, pero la diversidad geográfica de los que participaron en las discusiones dio a Nicea motivos creíbles para que se le considerara como el primer concilio universal de la Iglesia. En esa ocasión viajaron representantes que provenían del este y del oeste. Había obispos que venían de lugares tan lejanos como la Gran Bretaña.

No debería sorprendernos que haya desacuerdos en la Iglesia—lo importante es aprender a tratarlos de manera apropiada cuando surgen. Calvino fue un asiduo estudioso de la Iglesia primitiva. Su aprecio por Nicea lo llevó a concordar con Cranmer al señalar que “en el estado actual de perturbación de la iglesia no puede adoptarse ningún remedio más adecuado que la reunión de hombres piadosos y discretos, bien disciplinados en la escuela de Cristo, los cuales deben profesar abiertamente su acuerdo con respecto a las doctrinas de la religión”.[9] Los aspectos prácticos de los concilios pueden variar según las circunstancias. La organización puede incluir a hombres laicos o puede ser sólo para ministros ordenados; es posible convocar o no convocar la participación de las autoridades civiles; se pueden plantear problemas locales o internacionales. Si hay estructuras denominacionales que funcionan correctamente, deberían utilizarse; si no es así, puede ser necesario utilizar odres nuevos. Sin embargo, independientemente del lugar en el que se convoque un concilio y de las cuestiones que intente resolver, la gran importancia del Concilio de Nicea invita a la Iglesia, a lo largo de los siglos, a reconocer humildemente el poder con el que Dios puede guiar a Su Iglesia a través de las reuniones conciliares.

En Nicea se trató el tema de las enseñanzas heréticas de Arrio, pero el hecho de reunir a personas de lugares tan distantes dio una oportunidad de oro para tratar numerosos temas. Así pues, el concilio, en común acuerdo, emitió declaraciones acerca de temas variados, tales como la fecha de la Pascua, la restauración de los pecadores arrepentidos, las normas clericales, y la práctica litúrgica. El hecho de que se discutieran y se acordaran asuntos de ese tipo es, sin duda, un motivo de reprensión para nuestra era de sofisticación tecnológica. Pues nosotros, a través del internet, somos capaces de compartir información con cristianos de todo el mundo—con una facilidad nunca antes vista. Pero resulta incómodo reconocer que en el concilio del 325 d.C. los cristianos hicieron mucho más que compartir información e ideas—se sometieron unos a otros y se pusieron de acuerdo en el Señor. Posiblemente nuestra habilidad para comunicarnos es algo que ha incrementado; pero lo que no ha incrementado es nuestra disposición para someternos y llegar a acuerdos con un espíritu de humildad.

Los concilios no deben ser vistos como autoritativos si se comprueba que lo que declaran no es bíblico. Por eso los reformadores rechazaron las conclusiones del Concilio de Trento. Bavinck escribió: “La autoridad de todas las asambleas eclesiásticas no es otra que la de las propias iglesias; está sometida a la palabra de Cristo”.[10] Por su parte, los Artículos de la Iglesia Anglicana concuerdan con esto: “Los concilios generales (…) pueden errar y algunas veces han errado, incluso en cosas pertenecientes a Dios.  Por lo tanto, cuestiones ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen ni fuerza ni autoridad a menos que se declare que proceden de la Sagrada Escritura”.[11] De manera que, el hecho de que los concilios puedan errar hace que las personas cuestionen cuál es verdaderamente su valor.  La respuesta es que cuando pronuncian una solución bíblica para un problema controversial, la naturaleza de los concilios le otorga una autoridad espiritual y un poder de persuasión a la verdad acordada. El Concilio de Nicea se pronunció a favor de un asunto central para la Fe—Dios providencialmente decidió echar mano de la autoridad de un Concilio General de la Iglesia para hablar de ese asunto. Y todo eso enfatiza la importancia de este Concilio, no sólo para las personas del cuarto siglo, sino también para nosotros actualmente.

El Credo

Un credo es una confesión común sobre una creencia. Todos los obispos que asistieron al Concilio abrazaban un credo fundamental— “Jesús es Señor” (Rom. 10:9, 1 Cor. 12:3). En los bautismos se afirmaba alguna forma de esta declaración de fe del Nuevo Testamento. Muchos obispos que asistieron a Nicea habrían tenido pocos motivos para utilizar cualquier credo más elaborado que ese; algunos, en circunstancias locales, habían elaborado modestas declaraciones a manera de credo para disciplinar al clero. La falta de un uso generalizado de credos que tuvieran un desarrollo más complejo implicaba que “inicialmente el concilio pretendió adherirse a la ipsissima verba (palabras exactas) de la Escritura”.[12]Pero rápidamente se dieron cuenta de que se necesitarían palabras extrabíblicas para salvaguardar el misterio revelado en la Escritura.

El Credo promulgado en Nicea en el 325 d.C. se confunde fácilmente con el Credo Niceno-Constantinopolitano (381 d.C.), que es más extenso y contiene material adicional sobre el Espíritu Santo. El Credo Niceno original, en sus apartados más cruciales, declara que Jesucristo es el “unigénito del Padre” y que es de la “misma sustancia del Padre”. Sobre la base de estas declaraciones técnicas, el Credo puede declarar gloriosamente a Cristo como “Dios de Dios; Luz de Luz”. Las declaraciones negativas son esenciales para proteger las afirmaciones positivas. Entonces, además de las magníficas declaraciones positivas que hablan de la deidad de Cristo y de Su igualdad con el Padre, el Credo también, a través de declaraciones negativas, rechaza la enseñanza de Arrio, afirmando que es “engendrado, no creado”.

La importancia y las implicaciones de este Credo, a lo largo de las siguientes décadas, fueron desarrolladas y defendidas de manera célebre por Atanasio. Él le ayudó a la Iglesia a ver que si Cristo es capaz de recrear y regenerar plenamente a las personas pecadoras es debido al hecho de que Él es “Dios de Dios”. Después de eso, hubo quienes siguieron mostrándose en desacuerdo con la ortodoxia de Nicea, y fue necesario seguir trabajando para expresar adecuadamente la divinidad del Espíritu, la cual sólo se mencionaba de manera incidental en el Credo del 325 d.C. Habiendo dicho todo esto, la elaboración y afirmación generalizada del Credo de Nicea fue, sin exagerar, “el acontecimiento más trascendental que había ocurrido en la historia de la Iglesia hasta ese momento”.[13]

Su Importancia en la Actualidad

La Trinidad se presupone y se revela en la Biblia, pero es necesario utilizar términos doctrinales ajenos a la Escritura para poder comunicarla. El Credo de Nicea es la antesala de la doctrina trinitaria. “Si queremos entender la doctrina trinitaria, debemos observar cómo llegó a formularse en los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381) y cómo se interpretaron dichas formulaciones en el período inmediatamente posterior a estos concilios”.[14] Cuando reflexionamos sobre el medio que Dios utilizó para revelar el Credo de Nicea a la Iglesia—un concilio— nos sentimos movidos a humillarnos ante los métodos criaturales, frágiles y humanos con los que Dios preserva a Su Iglesia. Dios podría habernos dicho con una voz desde el cielo lo que debemos creer sobre su Hijo, como hizo en el bautismo de nuestro Señor. No obstante, Dios nos dio una perfecta revelación bíblica que requiere tiempo de reflexión, debate y sumisión mutua para ser entendida.

Cuando reflexionamos acerca del credo que surgió del concilio, encontramos que su función va más allá de sólo declarar la doctrina ortodoxa con respecto al Hijo. Nos ofrece una forma de hacer teología—un paradigma que nos permite leer las Escrituras de una manera Cristo-céntrica que exalta a Dios. Como lo escribe Lewis Ayres: “Las concepciones pro-nicenas del estado de las Escrituras y de las prácticas apropiadas de lectura no nos ofrecen meramente una teología de las Escrituras (como una actividad teológica), sino más bien nos ofrecen una teología de la Teología”.[15]

El Hijo que nos revela al Padre es “Dios de Dios, luz de luz”. La encarnación consiste en que Dios se revela como lo que realmente es—un Dios humilde. El Credo de Nicea sigue siendo significativo para nosotros hoy en día, ya que, tanto en sus medios de formulación como en sus declaraciones en forma de credo, nos dota de la humildad necesaria para conocer a Dios. Esa humildad es como la de Dios y proviene de Dios.

Notas

[1] John Webster, “Confession & Confessions” [Confesión y Confesiones] en Nicene Christianity: The Future for a New Ecumenism [Cristianismo: El futuro para un Nuevo Ecumenismo],  ed. Christopher R. Seitz (Grand Rapids, MI: Brazos Press, 2004), 130.

[2] Andrew Louth, “Conciliar Records and Canons” [Registros y cánones conciliares], en The Cambridge History of Early Christian Literature [La Historia de Cambridge sobre la literatura cristiana primitiva], ed. F. Young, L. Ayres, A. Louth (Nueva York, NY: Cambridge University Press, 2004), 394.

[3] Rowan Williams, Arius: Heresy and Tradition [Arrio: Herejía y Tradición] (Ubicación de Kindle 1459). Versión Kindle.

[4] Arius’s Letter to Eusebius of Nicomedia [Las Cartas de Arrio a Eusebio de Nicomedia], §5

[5] Arius’s Letter to Alexander of Alexandria [Las Cartas de Arrio a Alejandro de Alejandría], §5.

[6] O. Bardenhewer, Patrology [Patrística], 245.

[7] Atanasio, De Decretis.

[8] Turretin, Institutes of Elenctic Theology [ Instituciones de Teología Elenctica], James T Dennison, editor, George Musgrave Giger, traductor. (Philippsburg, NJ: P&R Publishing, 1997), vol. 3.XXXIII.V.

[9] Cartas originales relativas a la Reforma Inglesa 1537-1558, 2: 711.

[10] Bavinck, Reformed Dogmatics [Dogmática Reformada], John Bolt, editor, John Vriend, traductor. (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 2008), 4:7, 517.

[11] Los Treinta y Nueve Artículos de la Religión (1662), Artículo 21.

[12] Jaroslav Pelikan, The Christian Tradition, A History of the Development of Doctrine [La tradición cristiana, una historia del desarrollo de la doctrina] (Chicago, IL: University of Chicago Press, 1975), 1:202.

[13] Stephen W. Need, Truly Human and Truly Divine: The Story of Christ and the Seven Ecumenical Councils [Verdaderamente humano y verdaderamente divino: La historia de Cristo y los siete concilios ecuménicos] (Grand Rapids: MI, Baker Academic, 2008), 60.

[14] Khaled Anatolios,  Retrieving Nicaea: The Development and Meaning of Trinitarian Doctrine [Recuperando a Nicea: el desarrollo y el significado de la doctrina trinitaria ], Baker, Versión Kindle, Ubicación, 395.

[15] Lewis Ayres,  Nicaea and Its Legacy: An Approach to Fourth-Century Trinitarian Theology [Nicea y su legado: Una aproximación a la teología trinitaria del siglo IV], Ubicación de Kindle 6669-6670.

Traducido por Víctor Velasco.

El Dr. Peter Sanlon es Director de Formación de la Iglesia Libre de Inglaterra. Obtuvo sus títulos de teología en las universidades de Cambridge y Oxford. Su tesis doctoral fue publicada con el título “Augustine’s Theology of Preaching” [Trad. no oficial: La Teología de la Predicación de Agustín]. También es autor del libro  Simply God: Recovering the Classical Trinity [Trad. no oficial: Simplemente Dios: Recuperando la Trinidad Clásica].

Artículo publicado originalmente en inglés en Credo Magazine (Vol. 10, No. 3, 2020) y traducido por el ministerio de Sacra Teología con permiso.

El Dr. Peter Sanlon es Director de Formación de la Iglesia Libre de Inglaterra. Obtuvo sus títulos de teología en las universidades de Cambridge y Oxford. Su tesis doctoral fue publicada con el título “Augustine’s Theology of Preaching” [Trad. no oficial: La Teología de la Predicación de Agustín]. También es autor del libro Simply God: Recovering the Classical Trinity [Trad. no oficial: Simplemente Dios: Recuperando la Trinidad Clásica].
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